El mundo prehispánico tenía una limitante en los materiales que podían ser utilizados para la elaboración de los objetos, lo cual, en buena medida, restringía la forma de lo creado y su uso. El caso de la piedra, pese a su dureza, era complicada de transformar y moldear a gusto; la cerámica, pese a que daba mayor libertad, carecía de resistencia; la madera era fácil de trabajar, resistente, pero tenía una corta vida; mientras que el hueso tenía la cualidad de, además de ser fácil de trabajar, tener una gran dureza.
Estos materiales, a parte de las bondades que tenían, se les asociaban nociones particulares. Las grandes piedras se veían en contextos de poder; la cerámica y la madera eran materiales más cotidianos, aunque no por ello carentes de sacralidad; mientras que el hueso, por lo general, adquiría un poder ritual único. Esto se debía a que dicho material no se extraía de la tierra, sino que provenía del ser mismo y aunque existían objetos elaborados de animales comunes, como el guajolote, otros más se hacían con huesos de águila, venado, jaguar e, incluso, de los propios huesos del hombre.
Este es el caso de la pieza 746 de la colección del Museo Amparo. El objeto tiene una forma oblonga. El perfil superior e inferior se mantienen rectos, pero conforme llegan a los extremos comienzan a juntarse, hasta unas pequeñas secciones laterales. La pieza tiene una evidente curvatura, lo cual se debe a que fue elaborada a partir de un cráneo humano. Las suturas craneales indican que para elaborar la pieza se emplearon los huesos occipitales y parietales de un cráneo humano, lo cual le dio la curvatura característica. Además de esto, las suturas craneales también permiten afirmar que se trataba de un adulto, ya que éstas se encuentran completamente unidas.
Pese a que existen datos que no se pueden conocer acerca del cráneo, dado que no se encuentra completo, sí se puede entender la forma en la cual se elaboró. El color blanco del hueso indica que el cráneo fue hervido, pero al carecer de marcas de corte, es probable que esto se haya realizado para quitar las partes de la piel y de los músculos que quedaron adheridos después de su defunción. Una vez realizado este proceso se ejecutaron los cortes para darle forma a la pieza, los cuales fueron cortos y precisos, creándose con pequeñas líneas rectas, la forma de la pieza. Ya que se tenía delimitada la figura, se desgastaron los bordes que habían quedado, dejándose el grosor completamente alisado. Además de esto, en fechas posteriores a su elaboración se fracturó en dos partes, encontrándose una cisura diagonal en el centro.
La función de esta pieza debió de ser ornamental, aunque también se han encontrado plegaderas elaboradas en hueso, pero en ese caso, son más delgadas y planas. En cambio, la forma cóncava y oblonga remite al adorno que se colgaban, ya fuera como parte de un collar o como un pectoral, los miembros de las elites; aunque, en este caso, hay que destacar la ausencia de los orificios característicos que permiten que cuelgue de un cordel. Las representaciones de dichos adornos en Mesoamérica abundan, basta recordar las figurillas de occidente que tienen collares con formas parecidas a esta pieza o los atuendos que se distinguen en las escenas de batalla en las pinturas murales de Bonampak (Chiapas), donde se representaron a guerreros con cabezas humanas colgando de los hombros. También, en el Mural de la batalla de Cacaxtla (Tlaxcala), se encuentran los vencedores y los vencidos ataviados con huesos humanos o, incluso, las representaciones de las deidades mexicas ostentan collares de corazones, manos cortadas, cuchillos de pedernal, huesos y cráneos.
Todo esto nos ayuda a dilucidar que el uso de huesos, como parte del atavío, no estaba ligado a las personas del pueblo, sino que se restringía a la élite y, sobre todo, a aquellas acciones relacionadas con la guerra y el sacrificio, dos elementos fundamentales para las sociedades prehispánicas.