En el 2004 el INAH afirmaba que existían cerca de 200 000 sitios arqueológicos en el territorio mexicano, los cuales iban desde un campamento de cazadores recolectores hasta las grandes urbes como Teotihuacán. De este universo apenas se conoce el 14.7 % de los sitios, los demás esperan a ser descubiertos, aunque muchos de ellos también han sucumbido a causa del crecimiento de los poblados actuales o de la infraestructura necesaria para su sustento.
Este dato es valioso para dimensionar el número de objetos arqueológicos que existen en el territorio mexicano y, además, el gran reto que representa su análisis. Si conociéramos certeramente el lugar de donde se extrae un objeto, quizá la tarea de reconstrucción del pasado sería un poco más sencilla, pero lamentablemente la mayoría de las veces las piezas que llegan a los museos carecen de este dato y, muchas más, los objetos no son resultado de una excavación científica, sino de un encuentro fortuito, que fractura o daña irremediablemente la pieza. Estos, por enumerar solo algunos problemas, son dificultades con las que se enfrenta una persona al tratar de comprender un objeto del pasado.
Pero en ese sentido, no todo está perdido, existen entre las distintas culturas ciertas características, rasgos únicos que solamente se presentan en un momento determinado y que se convierten en un indicador de la presencia de una cultura. Aunque otras veces, estas características son tan generales que apenas podemos ubicarlas en un periodo de la cronología mesoamericana y vincularla a una región.
Tal es el caso de la pieza 784 de la colección del Museo Amparo. La pieza corresponde a un brazo de forma tubular que posee el mismo grosor en la parte proximal y en la distal. Donde debió ir pegado al torso se comienza a curvar ligeramente, mientras que en el extremo distal posee una serie de pequeñas tiras unidas al pastillaje. simulando la mano. Hay cuatro tiras juntas colocadas de manera paralela, una junto a la otra, en orientación horizontal, siguiendo la forma del brazo, mientras que una más se coloca en la parte superior con una inclinación de 65º simulando el dedo pulgar. Los dedos crean la sensación de que la mano está sujetando fuertemente algo, aunque el objeto que estaba siendo agarrado se perdió y únicamente queda el desplante de un cilindro. Por último, la pieza se encuentra cubierta en su totalidad por un engobe anaranjado y en la sección intermedia tiene una banda ocre.
Estas características nos permiten afirmar tenuemente el origen de la pieza, al poseer dedos, claramente definidos, queda descartada la posibilidad de tratarse de un objeto del Preclásico, ya que en este momento las manos no tienen un tratamiento particular y muchas veces se dejan de representar o solamente se simulan con unas pequeñas incisiones. Por otro lado, la posibilidad de que se trate de una figura teotihuacana también es poco probable ya que, en esta cultura, las manos se representan planas, aunque ya tienen un tratamiento detallado de los dedos. Por otra parte, podríamos afirmar que se trata de una pieza maya, al representar de una manera muy detallada las partes del cuerpo esta cultura, pero en este caso, la figura se percibe muy uniforme, al no existir las curvaturas para expresar los distintos músculos. Por ello, además del color anaranjado intenso del engobe, es muy probable que haya sido realizada en el Posclásico tardío en el Valle de México, ya que, en este momento, las formas del cuerpo se reducían a su mínimo formal, pero las manos, que eran una pieza clave para representar la acción del personaje, tuvieron una representación más cuidada, aunque siempre siguiendo un aspecto sencillo.
A pesar de poder definir su temporalidad y su espacialidad, quedan muchas lagunas sobre su función, lo que representaba, lo que estaba sujetando y otras cosas que se podrían advertir al tener la pieza completa, pero, al haber sido separada de su cuerpo, estas preguntas quedan sin respuesta.