En relación con el culto mexica a la diosa Chicomecóatl, en la Historia general de las Indias de Nueva España e islas de tierra firme, fray Diego Durán relata: “Pues aquellos, en aquellos siete días no comían, enfermo ni sano, ni niños, ni viejos, ni mozos otra cosa, ni quebrantaban el ayuno y, sobre el ayuno, se sacrificaban y sacaban sangre de las orejas y se la ponían en las sienes cada día, a la hora de medio día, todos, chicos y grandes; hombres y mujeres, sin quedar ninguno que no se sangrase las orejas. La cual sangre no habían de limpiar en todos aquellos siete días, y como se la ponían cada día y una sobre otra, criaba una costra seca allí, lo cual era señal de penitencia y ayuno”.
Diversos materiales y artefactos punzantes y cortantes fueron profusamente utilizados en Mesoamérica para practicar rituales religiosos de la mayor importancia, como el sacrificio y autosacrificio: espinas de mantarraya, garras de animales como el águila y el jaguar, púas de maguey, dardos de madera con punta de obsidiana, navajas de obsidiana y de pedernal, y punzones de hueso como el par de obras en el que centramos nuestra atención y cuyos rasgos estilísticos indican que forman una pareja humana creada por una misma mano.
Un propósito principal este tipo de instrumentos era el derramamiento de sangre para ofrendarla a las entidades sagradas y embadurnar imágenes, objetos y, como se refiere en la cita, partes del cuerpo. Los humanos se perforaban partes blandas como las orejas, la lengua, el pene, los dedos y las pantorrillas; el líquido vital se recogía en fibras de papel, tela o bolas de zacate, que luego se quemaban para que de una forma etérea, es decir, como humo, pudiera llegar a las divinidades. Se buscaba reverenciarlas, implorarles favores o agradecer los recibidos, expiar culpas e intervenir en el mantenimiento del orden cósmico. A menudo estos actos se hallaban implícitos en rituales de transición -como pasar de la infancia a la pubertad- y se practicaban de manera colectiva en determinadas fiestas y fechas.
Un ejemplo de perforación con púas lo encontramos en el Códice Maglibecchiano, un documento nahua, colonial temprano, del Centro del México: las fojas 79a y 79r tratan de un ritual de “penitencia” dedicado al dios de la muerte Mictlantecuhtli; se anota y muestra en una pintura el autosacrificio con “unas púas muy agudas”, claramente identificables por su color verde; dos sacerdotes atraviesan su lengua y oreja, y además sangran de otras partes del cuerpo previamente punzadas.
Como parte de la conexión privilegiada con lo sagrado y sus funciones políticas, los nobles, gobernantes, sacerdotes y guerreros estaban obligados a hacerse sacrificios sangrantes, lo cual es aludido en las representaciones artísticas con escarificaciones y el adorno con orejeras, narigueras y bezotes. Una de las fuentes prehispánicas que confirma este orden de ideas es el Códice Nuttall; en una de las escenas pintadas, un sacerdote perfora la nariz del gobernante mixteca Ocho Venado –postrado en su trono- con un punzón de hueso, con el fin de colocarle una nariguera que, de acuerdo con Manuel A. Hermann, lo reconocía como fundador de un nuevo linaje.
De nuestro par de obras, el material óseo y la representación de un hombre y una mujer con los ojos cerrados, una convención para plasmar a los difuntos, permiten suponer su carácter de reliquia en asociación con una pareja primordial o ancestral. Mujer y hombre se ven desnudos, de pie, con altos tocados, collar y las manos sobre el abdomen; los senos con pezones identifican a la mujer; ella dirige sus pies hacia fuera y parece flotar mientras que él los gira hacia dentro y se apoya sobre una base. Su materialidad, depurada técnica de elaboración y delicado aspecto, con perforación –en los tocados- apta colgarse en un atavío, indican la pertenencia a un individuo de elevada alcurnia. El excelente estado de conservación de este frágil material en la forma de finos objetos corresponde con un resguardo intencional, probablemente en un ajuar mortuorio. Otra conjetura es su asociación con un tercer punzón de hueso de la misma colección del Museo Amparo –registro 1675-, grabado con la figura de un pez; cabe interpretar que simbolizan un linaje ligado a ese animal.