Esta peculiar obra escultórica, de incierta atribución y temporalidad, es de diminuto formato y figura un humano con rasgos patológicos y fantásticos. El volumen se basa en un prisma rectangular de piedra blanquecina, jaspeada en gris, ocre y rojo, con fragmentos perdidos –ápice de la cabeza y sección baja izquierda de la espalda-. Es un hombre desnudo, sedente con las rodillas elevadas, que contrae sus extremidades sobre el torso, al igual que sus genitales sutilmente resaltados en relieve, con el falo hacia arriba. Sin apego anatómico, se acentúan algunas partes del esqueleto por medio de líneas incisas: rectas para la columna vertebral y onduladas para los omóplatos y el costillar. No obstante, su robustez y cabeza grande, sin cuello, lo aleja de una apariencia enjuta o semidescarnada. El largo reducido de las piernas, en comparación con el del torso, es propio de un individuo con enanismo.
Está adornado con brazaletes y ajorcas de doble banda y orejeras redondeadas. Uno de los elementos más llamativos de la imagen es la boca grande y prominente, con el labio superior grueso y comisuras curvadas hacia abajo y arriba, y una hilera de enormes dientes rectangulares -abajo se distingue una estrecha mandíbula-; este rasgo fantástico recuerda las fauces del dios del agua llamado Tláloc, si bien, al carecer de otros atributos, como vasijas y ojos circulares, se dificulta interpretarlo plenamente como un “tlaloque” o ayudante del dios del agua en el panteón mexica. En un breve artículo Manuel A. Hermann Lejarazu aborda algo en ese sentido; basado en fuentes coloniales tempranas y códices prehispánicos, menciona la asociación de jorobados y enanos con cerros -ámbitos contenedores de agua en la cosmovisión mesoamericana- y su función propiciadora de lluvia al ubicarse en umbrales, como las cuevas y los manantiales.
Por su parte, Alfredo López Austin al analizar el “tonalli”, la entidad anímica que vinculaba al individuo con las fuerzas sobrenaturales externas, -en su tratado sobre cuerpo humano e ideología mesoamericana- refiere que un autor del siglo XVI, Hernando Ruiz de Alarcón, llama “ohuican chaneque”, "dueños de los lugares peligrosos", a los seres gobernados por deidades de la tierra, la lluvia o los animales, que además estarían deseosos de la fuerza del tonalli; entre varias denominaciones de distintos grupos indígenas, se les llama también “enanos de la lluvia”. Otra mención de éstos aparece al explicar el origen de las enfermedades a partir de la constitución binaria del cosmos; apunta que los males de naturaleza fría pertenecen al mundo del agua, “entre los que están los guardianes de los manantiales y los enanos de la lluvia”.
Siguiendo este orden de ideas, nuestra grotesca imagen masculina, con aspecto de enfermo, boca afín a la fisonomía de Tláloc y figuración de los genitales, connota aspectos propios de la mitad femenina e inframundana del cosmos.
En términos más generales, se reconoce el valor sagrado conferido por las sociedades mesoamericanas a los seres con deformaciones congénitas; se pensaba que poseían cualidades y poderes sobrenaturales. Particularmente se plasmaron como miembros de las cortes reales en el arte maya; entre las y los autores dedicados al tema, Christian Pager detecta que enanos y jorobados cumplían funciones diversas: entretenían a la familia reinante, servían comprobaban la calidad de los manjares, custodiaban códices, recibían los obsequios de los invitados y los tributos, portaban objetos de la parafernalia real y realizaban actividades administrativas; sus elegantes tocados y vestimenta evidencian su alto estatus social. Destacan sobre todo en las magníficas escenas pintadas en vasijas cerámicas y en las esculturas, también cerámicas, de la isla de Jaina; estas últimas, por su carácter funerario, testimonian su agencia religiosa en el subterráneo lugar de los muertos.