En esta cabeza de dimensiones pequeñas y apariencia humana, los elementos más llamativos son las dos protuberancias superiores, cuya altura mide la mitad del alto del rostro. Pudiera tratarse de una imagen de carácter sobrenatural; acaso las prominencias figuran un tocado o un peinado compuesto por dos atados de cabello. Resulta difícil esclarecerlo, debido a que la estética del arte lapidario de la tradición Mezcala, en la que se inscribe la obra, se orienta a la abstracción de las formas. Dado que ello implica la supresión de detalles, resulta interesante notar que ambas salientes están excavadas en su interior; se sugiere así una función práctica, al modo de diminutos contenedores.
En el vasto mosaico del arte mesoamericano encuentro cierto parecido con las esculturas cerámicas en la modalidad estilística “Zacatecas” de la cultura tumbas de tiro, asentada en la región Occidental en tiempos contemporáneos al desarrollo de la tradición cultural Mezcala. En este caso, las figuras masculinas ostentan un tipo similar de tocado, sin distinción de la cabeza; su identificación precisa es igualmente enigmática.
Volviendo a nuestra escultura pétrea, la disposición divergente y el leve estrechamiento en las bases de las protuberancias replican el volumen de tipo piramidal invertido de toda la pieza. Tiene dos caras aplanadas y la base recta, apropiada para sostenerse. En el reverso hay una perforación bicónica que revela el diseño del objeto como un colgante, probablemente de un collar. Su factura en piedra de tonalidad verde-grisácea y textura fina le confiere la calidad de una joya, es decir, de un ornamento altamente apreciado debido a su materialidad y ejecución especializada; la imagen con tocado bicónico manifestaría el prestigio social de su portador, un individuo vivo o muerto; quizás una persona con atribuciones religiosas.
Los rasgos faciales remiten a un ser descarnado que conserva los ojos y las orejas. Los primeros son dos grandes relieves con silueta almendrada y grandes horadaciones cónicas al centro, minuciosamente cavadas; supongo que originalmente ahí se adhirieron incrustaciones a la manera de iris; acaso fueron trozos de obsidiana, pirita o hematita especular. Los rebordes oblicuos a los lados son las orejas, que siguen el contorno triangular de la cara.
El aspecto descarnado radica en los hundimientos que sugieren la carencia de mejillas, labios y mentón; el área nasal es un triángulo plano y el saliente rectangular más abajo remite a una dentadura inerte.
El juego de relieves planos y acanaladuras corresponden a las tallas del subestilo chontal, de apariencia comparativamente más naturalista que la de los otros dos subestilos de la tradición lapidaria de la cultura Mezcala, llamados Sultepec y Mezcala. Este destacado desarrollo se asentó en ambas márgenes de la cuenca media del río Balsas, que atraviesa de oriente a poniente la franja central de Guerrero. La presencia de las comunidades mezcalenses se extiende al norte y la Tierra Caliente de esa entidad, así como a zonas vecinas de Michoacán, el Estado de México y Morelos.
La temática mortuoria resulta peculiar en el repertorio iconográfico del arte lapidario de la tradición cultural Mezcala, no obstante, la manufactura especializada de cada obra produjo figuraciones con detalles variados. Los rostros de individuos aparentemente vivos son abundantes y sobre ellos he enfatizado la coherencia entre la figura y su materialidad en piedras de consistencia fina y compacta, pues en especial las verdes se asocian con el aliento vital, la humedad y fertilidad. En el pensamiento mesoamericano tales simbolismos están ligados con el estrato inframundano y acuático del cosmos, el cual constituía un ámbito primigenio dicotómico, por ser origen de todo lo existente, tanto como el lugar de los muertos y ancestros. Esta admirable joya ostenta en su materia y forma humana descarnada la dualidad vida-muerte.
Verónica Hernández Díaz