En el arte figurativo de soluciones abstractas del arte lapidario Mezcala abundan los rostros, sólo algunos de ellos podrían considerarse como máscaras. En un sentido estricto y acotado ello implica objetos de apariencia y materialidad diversa, diseñados para sobreponerse a una cara humana, por lo cual presentan orificios para pasar cordeles y atarla al portador; también suelen tener una superficie posterior cóncava y aberturas en la zona de los ojos, la boca y la nariz para ver, hablar y respirar. Sin embargo, respecto a la cultura Mezcala y en lo general para las mesoamericanas, existen incógnitas acerca del uso práctico de piezas con esas características hechas con materiales pétreos, tal como la que atendemos ahora.
Se sabe que su desempeño pudo ser distinto a cubrir faces de individuos que así ocultaban su identidad o adquirían otra, acaso más real y poderosa que la natural, en ceremonias religiosas o actos lúdicos. Algunas máscaras cumplían propósitos funerarios: se colocaban sobre el cadáver, esqueleto o un bulto mortuorio. Otras revestían imágenes escultóricas, se utilizaban como parte de incensarios y en su calidad de objetos exentos o de joyería, servían como ofrendas en edificios y ajuares de individuos sepultados.
Es necesario subrayar que las que se conservan son de materias no perecederas, como piedra o barro cocido, por lo que haciendo a un lado las de carácter mortuorio, pienso que esas máscaras pudieran tratarse de sus representaciones, con un sentido votivo, como las esculturas en piedra de los llamados yugos, hachas y palmas que formaban parte del atuendo de los jugadores de pelota en las culturas del periodo Clásico en el centro de Veracruz.
La pequeña máscara que vemos, de apenas 11 cm de altura, tiene cuatro perforaciones aptas para fijarse en un soporte, y al parecer el reverso es cóncavo. Del contorno ovalado sobresalen las orejas; por medio de relieves se figuraron las cejas, los labios y la barbilla, mientras que dos acanaladuras componen la nariz triangular. Los orificios cilíndricos y los de los ojos y la boca pudieron hacerse con buriles de pedernal; de la superficie pulida llama la atención la tonalidad negra uniforme, pues ese cromatismo no es representativo de la lapidaria de Mezcala. Cabe explorar algunos simbolismos del color negro en la religiosidad mesoamericana.
La ausencia de luz, la oscuridad o las tinieblas se asocian con el nivel primigenio, subterráneo y acuático del cosmos, el cual, en un proceso de inversión se análoga con la bóveda celeste nocturna; desde esta conceptualización, la coloración negra se impregna de valores sobrenaturales.
En el panteón mexica algunos dioses tenían el cuerpo pintado de ese cromatismo, como Ixtlilton, Nepatecutli, Quetzalcóatl, Tláloc y Tecaztlipoca. Acerca del culto al último, Guilhem Olivier asocia el acto de cubrirse el cuerpo de hollín o de pintura negra como una penitencia para reverenciar y establecer contacto con el dios. El hollín o carbón era una tinta sacada de los residuos de la combustión de maderas; Danièle Dehouve identifica el negro de carbón entre los atributos de Tláloc, no sólo por su apariencia también por su producción misma, pues evocaba el humo del fuego, pero también la neblina y las nubes cuya creación era propia de Tláloc, como deidad de lo acuático.
Aunque el ámbito cultural Mezcala sea más temprano y de diferente identidad étnica y lingüística, desde el principio aglutinador de la historia y cosmovisión mesoamericanas, construidas colectivamente a lo largo de su milenaria temporalidad, podemos suponer un uso ritual de la máscara antropomorfa negra, que la persona portadora se transformaría en alguna entidad sacra, en su ixiptla o personificador, y que el rostro negro sería uno de sus atributos y vehículos de agencia principales.