La apreciación estética del objeto nos lleva a destacar en principio el color negro uniforme, lustroso y de textura aterciopelada, luego el tamaño reducido del recipiente y la cabeza animal que sobresale en su circunferencia exterior. Es un fino cajete con base plana, pared ligeramente cóncava y de borde adelgazado, curvaturas del interior y exterior uniformes y superficie total alisada. La delicada manufactura es afín a la preciosidad del material.
Las dimensiones y la apariencia de la piedra permiten suponer que se trata de azabache, una gema surgida de la madera fosilizada; por su composición este mineral orgánico se considera una variante del carbón; es compacto, pero no duro, es ligero, no es frío y su brillo es graso o céreo. No abunda en la naturaleza y en geología se cataloga como una piedra semipreciosa.
Las sociedades mesoamericanas estimaron el azabache como una piedra preciosa y los objetos hechos con ella como joyas, en un sentido cultural que atañe las cualidades más elevadas de la belleza, lo sagrado, lo valioso, lo lujoso, lo exclusivo y raro. En particular los nahuas del centro de México la denominaron teotetl, es decir, “piedra divina” o “piedra del Sol”, lo que recuerda que no es una materia fría. Desde la geología se precisa que arde produciendo mucho humo, despidiendo un olor bituminoso y a veces fétido; al igual que ocurre con el ámbar, al frotarla se carga eléctricamente.
La palabra teotetl se compone de los vocablos teotl, dios y tetl, piedra. De acuerdo con la traducción de Lizandra Espinosa Ramírez y del nahuatlato Santos de la Cruz Hernández, en la columna en náhuatl del llamado Códice florentino se consigna que: “de ella salió su nombre dios, y piedra; por eso ya en ningún lugar se aparece una, como la piedra con tinta negra, lo que quiere decir sólo es amada, sólo anda apreciada: porque es como el propio dios, negra, ennegrecida, completamente negra, ennegrecida como chapopote, perfectamente bien negra, bien perfecto el negro”. El análisis de la historiadora del arte Espinosa Ramírez sobre el concepto de las “piedras preciosas” en el libro IX del códice resalta que en la glosa náhuatl alfabética únicamente se emplea la palabra “dios” en dos piedras, teutetl y teuxiuitl (la turquesa), lo que evidencia su valoración suprema.
En diccionarios de español-náhuatl del siglo XVI, como el de Alonso de Molina, teotl se identifica con la piedra azabache; es interesante notar que en un manuscrito anónimo del siglo XVIII –resguardado en la Biblioteca Nacional de Francia (BnF, Fonds Mexicain N° 362) se anota: “Azauachi, esto no es propiamente azabache sino una piedra negra que en Tarasco llaman Tzinap”. Esta raíz forma parte del nombre de varias localidades michoacanas y se ha asociado con la obsidiana, no obstante, pudiera tratarse del azabache. Las fuentes son escuetas, pero en la Relación de Michoacán llama la atención que Curícaueri, el dios principal de los tarascos del Posclásico tardío, que era de tipo solar, se análoga con una “piedra”, lo que aproxima una coincidencia con el sistema religioso náhuatl del Centro de México.
La cabeza que sobresale en el cajete recuerda una lagartija, funciona como asa, y de la obra en su totalidad cabe inferir un empleo ritual, acaso para colocar algún objeto, material o sustancia. En el arte mesoamericano abundan las vasijas cerámicas y pétreas con elementos figurativos, en las cuales éstos se integran en la forma del recipiente. La ornamentación cumplía diversos propósitos, como embellecer e indicar el uso práctico y el simbolismo de la obra.
Verónica Hernández Díaz