La Huasteca se localiza en la costa del Golfo de México. En el momento de la Conquista sus límites tocaban al norte el río Tamesí y al sur en la cuenca del río Tuxpan. El litoral marino marcaba sus confines hacia el oriente y las grandes montañas de la Sierra Madre al poniente. Gran parte del territorio se encuentra formado por la cuenca hidrológica del río Pánuco. Además de hablantes del huasteco (teenek), los hay de otras lenguas como son el náhuatl, otomí y tepehua.
En época prehispánica se encontraba ocupado por un mosaico muy variado de sociedades con independencia de la lengua que hablaran. A pesar de que serían más los hablantes del huasteco, esta relativa uniformidad lingüística del territorio no impidió que se mantuvieran fragmentados en lo político. Con todo, a pesar de sus obvias diferencias, existía un sustrato cultural común que es precisamente el que ahora nos permite referirnos a ella en términos de una subárea cultural de Mesoamérica.
En este inmenso territorio, la región del río Pánuco produjo en el Posclásico (ca. 900-1200 d.C.) quizá los más bellos ejemplos de cerámica Huasteco negro sobre blanco y Tancol polícromo. Se trata de finas vasijas elaboradas con una pasta de barro rica en arcillas caoliníticas que permiten acabados de superficie particularmente pulidos. El nombre lo reciben por su vistosa decoración a base de pintura negra con una profusión de diseños geométricos y cierto énfasis, aunque no en todas las regiones, en reproducir efigies de rostros humanos sobre el cuerpo de las vasijas. Las del tipo Tancol polícromo combinan el uso de pintura roja en ciertos elementos decorativos.
Desde que las encontró Ekholm en sus excavaciones en la cuenca baja del río Pánuco, han continuado apareciendo prácticamente en todo el territorio de la Huasteca. La forma es característica, una olla con vertedera que puede o no incluir un asa sobre el borde. En esta hermosa pieza del Museo Amparo no aparece este último elemento, pero la complementa la efigie de un rostro bellamente pintado. Delineado en negro, con ojos muy grandes, recibió algunos toques de pintura roja en el lugar de las fosas nasales, en la nariz, sobre las mejillas, y en la boca. También se aplicó a los lados de la cara formando una suerte de orejeras de forma semicircular.
Todas estas vasijas requerían de un esmerado proceso de fabricación, además de la utilización de hornos capaces de alcanzar temperaturas superiores a los mil grados centígrados. Por lo regular se destinaban a ofrendas o se les dejaba en el ajuar funerario de personajes de alto nivel social. Lamentablemente aún no han sido suficientemente estudiadas en cuanto a sus particularidades iconográficas y en lo que hace a los rituales en los que intervenían dadas sus consistencias temáticas, iguales elementos decorativos y esta casi obsesiva necesidad de representar rostros humanos. Evidentemente revelan diferencias temporales, no sólo cambios en las preferencias decorativas de los distintos talleres de alfareros, pero tampoco tenemos mayor información al respecto desde la perspectiva de su producción en conjunto.