El tamaño de esta máscara humana pudo cubrir mayormente el rostro de una persona adulta; las perforaciones en los bordes –dos en cada lado y una arriba –permite que se ate o fije firmemente; en particular, los ojos perforados hacen posible que quien la portara conservara la visibilidad. Con base en tales características es probable que el usuario fuera alguien vivo y que se empleara en alguna ceremonia que implicara movimiento. No obstante, es necesario subrayar que las máscaras tuvieron diversos usos en Mesoamérica y entre ellos el funerario fue muy importante.
Las que tienen forma de rostro humano se colocaban directamente sobre los cadáveres, tal vez con el propósito de perpetuar su identidad y vitalidad pues en su mayoría representan rostros con carne, no con apariencia esquelética. Las máscaras también pudieron otorgar a los muertos individualidad, si acaso ostentan rasgos de retrato. En los casos de fardos o bultos funerarios, es decir, cadáveres envueltos en textiles o petates por lo común en posición flexionada, las máscaras se amarraban en la parte correspondiente a la cara.
De la máscara que vemos destacan la síntesis geométrica de su conformación y su fina manufactura. En la parte superior de la silueta ovalada dos líneas curvas marcan la cabellera, mientras que otras líneas rectas cortas indican los cabellos. Los ojos y la boca tienen la misma forma, sólo que la boca está sin perforar, muestra una ligera depresión; con seguridad se requirió de un hábil artífice para tallar la nariz que sobresale como un muy esbelto prisma triangular con diminutos orificios nasales. El calado de los ojos implicó un taladreado, es decir, un desgaste de la piedra por medio de un objeto alargado que termina en una punta dura, el cual se pone en movimiento rotativo con ambas manos, hasta lograr la horadación. La lisura de la superficie se produjo al pulirla o frotarla con un material más suave. La parte posterior de la máscara es ligeramente cóncava, por lo que en algo replica la curvatura de un rostro humano.