A fuerza de ser tan simples y de estar despojadas de su contexto arqueológico, la mayoría de las máscaras de barro ha perdido paradójicamente su rostro, ya no poseen la esencia que permite el pleno intercambio de miradas que podrían establecer con quien ahora las observa.
Al contemplar esta máscara vemos su tocado a manera de cuerno, sus orejeras de círculo, su pequeña nariz respingada, casi infantil, y sus ojos orbitados pero sobre todo, la gran lengua que se dispara de la boca abierta, es la que detiene nuestra mirada. ¿Acaso el rostro de barro modelado se burla de quien lo ve por desconocer su historia, es decir las prácticas en las cuales alguna vez participó y que formaban parte de ceremonias y rituales que se llevaban a cabo en el México prehispánico? Es la sensación que hoy quizá genera en el espectador moderno para quien la máscara se asocia a la idea de disfraz, es decir para representar a un personaje, o para ocultar el rostro que no quiere ser visto.
¿Qué habría sentido el hombre prehispánico al mirarla? Pese a que sabemos que en el pensamiento náhuatl la máscara estaba embebida de la fuerza y esencia de la deidad, y quien la portara era su imagen o representación, entender las prácticas relacionadas con el uso de máscaras en una región en la que su uso ha tenido múltiples y variantes manifestaciones a lo largo del tiempo y el espacio, requiere conocer la manera en la que se determina y comprende el cuerpo humano, y la cabeza en particular, entre los hombres mesoamericanos antes de la llegada de los europeos. Es necesario considerar que la cabeza es la sede del tonalli, el lugar donde residía la fuerza del individuo, y entender así la máscara como un rostro, principalmente debido a que la palabra en náhuatl xayacatl designa tanto a la cara como a la máscara, así nos lo registra el Diccionario de Alonso de Molina (Cecelia Klein).
Hemos dicho que la función de las máscaras es diversa y variable, en el sentido que se usan para cubrir la cara, pero son mucho más. Se usaban para proveer al difunto de su rostro perdido y se utilizaban para la construcción de un objeto ritual con materiales perecederos. De igual modo, se ha propuesto que posiblemente fueron concebidas para ser colgadas o suspendidas de muros y paredes, o que son parte de la indumentaria y vestido, y un ornamento a manera de pectoral o peto.
La función de las máscaras en el Preclásico tampoco se ha confirmado, pues los datos arqueológicos muestran que en Tlatilco, valle de México, las máscaras provienen de un contexto funerario mientras que en San José Mogote, Oaxaca, se sitúan al interior de un contexto doméstico; y en ambos casos se encuentran asociadas a figurillas de barro sólido que caracterizan la época preclásica en la región mesoamericana. Se ha propuesto que entre los tempranos pueblos de la región oaxaqueña, como explica Kent Flannery, las máscaras de barro que cubrían medio rostro se utilizaban en bailes que formaban parte de rituales domésticos, y en las figurillas de barro que representan danzantes y bailarines vemos pectorales en forma de rostro así como máscaras y disfraces fantásticos que asemejan personas y animales, lo que confirma su propuesta.
Más aún, cuando se toma en cuenta que en la misma excavación fueron localizados instrumentos musicales, el tambor de caparazón de tortuga y la concha Strombus para soplar. Esta duda entre contexto mortuorio y contexto doméstico para las máscaras de barro del Preclásico es un tema importante, pues nos habla de las diferencias más que de las semejanzas entre los habitantes de la región mesoamericana y de la necesidad de estudiar puntualmente cada circunstancia para formular comparaciones y lograr nuevas propuestas.