Aun cuando la mujer fue el tema predominante en la escultura realizada por los artistas de la cultura Chupícuaro, y que no fue representada con elementos fantásticos, no puede calificarse como realista el estilo que exhiben. Sin duda es figurativo, aunque prevalece la recreación artística de los modelos, en tal sentido, las proporciones del cuerpo se modificaron acentuadamente. En este orden de ideas, la obra que nos ocupa testimonia, dentro de los cánones estilísticos correspondientes, un peculiar afán del escultor por reproducir la anatomía de una figura femenina. Desde nuestra percepción actual podemos considerarla poco lograda, pero cabe suponer, en atención al sentido histórico de la mirada, que para la sociedad que se asentó en el valle de Acámbaro durante los últimos siglos antes de nuestra era, esta fue una obra sobresaliente, “realista”.
La comparación con otras piezas similares nos permite advertir esta intencionalidad anatómica. Quienes ahora ven esta pieza pueden realizar el ejercicio comparativo con una magnífica escultura de la misma modalidad estilística que también exhibe el Museo Amparo. Me refiero a una que igualmente está de pie y muestra decoración geométrica en el rostro y el cuerpo.
Los rasgos que denotan los afanes de reproducir la anatomía humana son los siguientes. La cabeza muestra deformación craneana, pero no es alta en exceso, ni tan rectangular, sus bordes superiores están redondeados. Se ven las cejas y los párpados modelados como formas relevadas; las mejillas sobresalen redondeadas e incluso ciertos hundimientos a los lados de la boca esbozan una sonrisa; la boca tiene las comisuras hacia arriba y hay un intento de figurar los labios; la barbilla está presente con una inclinación “normal” y el cuello se figuró; en cada mano se marcaron cinco dedos largos; en el torso destacan las costillas y la vulva; las piernas están torneadas; los pies destacan con los huesos maléolos sobresalientes y los dedos señalados individualmente, incluso con uñas. En la vista posterior, resaltan los omóplatos y los glúteos, y una depresión lineal señala la columna vertebral.
Es muy factible que, ante el reto de plasmar formas novedosas en el marco de cierta tradición y convenciones artísticas, un hábil artífice resultara poco eficaz. Se plantea como hipótesis que detrás de los afanes realistas descritos existía una labor de imitación de una escultura de otra latitud y adscripción cultural, y no un modelo natural.
Se trataría de una obra del estilo Ameca-Etzatlán, propio de la cultura de las tumbas de tiro, cuyo desarrollo en las actuales entidades de Nayarit, Jalisco, Colima y partes colindantes de Zacatecas y Michoacán, entre los años 300 a.C. y 600 d.C., fue contemporáneo en parte y geográficamente cercano a la cultura Chupícuaro, en el sureste de Guanajuato; además, el río Lerma sirvió como una clara vía de enlace.
El estilo Ameca-Etzatlán se produjo en los valles centrales de Jalisco y es uno de los más destacados de dicha cultura. La colección del Museo Amparo resguarda ejemplares sobresalientes. En particular, en la pieza Chupícuaro que vemos, identifico como rasgos de ese estilo foráneo la ausencia de decoración geométrica en el cuerpo; el modelado de las cejas, los párpados, labios y nalgas; el detalle en los dedos de manos y sobre todo en las uñas de los pies; asimismo coinciden los colores rojo y crema de la superficie.
La comparación formal anterior expone la posibilidad de que esta obra, con realismo no del todo logrado, testimonie lazos históricos entre dos renombradas culturas del Occidente mesoamericano.