La costa sur del Golfo de México, aquella parte del litoral que corresponde a los actuales estados de Tabasco y Campeche, constituía un universo permeado de influencias culturales externas al área maya. Un territorio bien conocido por los primeros españoles, escenario de múltiples naufragios y de cruentos combates, además de ser el lugar donde Cortés se haría acompañar por la Malinche antes de iniciar la Conquista de México. La mejor virtud de esta mujer maya era ser hablante de náhuatl, la lengua de México-Tenochtitlán.
Jerónimo de Aguilar, primero olvidado a su suerte en las costas mexicanas y más tarde incorporado a la expedición de Cortés, serviría de intérprete entre doña Marina y el mismísimo Capitán. La Malinche era entonces fiel reflejo de lo que había sucedido por siglos en aquella parte de México, una región de contrastes donde coexistían dos grandes tradiciones culturales de Mesoamérica y donde se multiplicaron los puertos comerciales.
Era en estas tierras donde el mundo maya entraba en contacto con los modelos culturales del centro de México, donde las diferencias étnicas se atenuaban en la estrecha convivencia de los pueblos costeros. La antigua provincia de Acalan era un verdadero crisol de culturas, tierra surcada por grandes ríos que se convirtió desde tiempo inmemorial en lugar de paso de bien abastecidas caravanas que llevaban toda clase de productos de las selvas tropicales a la tierra fría del centro de México. Siguiendo la costa, más allá de Laguna de Términos y del río Candelaria, comienza la Península de Yucatán.
El litoral campechano, en pleno corazón del mundo maya, produjo en la antigüedad una alfarería verdaderamente notable que no pudo renunciar al efecto de los frecuentes contactos culturales que se establecieron a lo largo del litoral marino, un tipo de figurillas cuya singularidad alcanzó el territorio tabasqueño y el norte de Chiapas. Se trata de piezas por lo regular pequeñas que suelen retratar a personajes ricamente ataviados, probablemente los ejemplos de la isla de Jaina son los que mejor las representan. Pero hay que recordar que de esta misma isla en la costa de Campeche procede también una figurilla del tipo que conocemos como sonriente y que fueron muy populares en época prehispánica en la llanura costera de Veracruz, mismas que se extendieron hasta el límite occidental del área maya y que —como ocurre en este caso—formaron parte de ofrendas funerarias de personajes de alto rango.
La producción cerámica de esta parte del sureste mexicano, aún encuadrada en las manifestaciones culturales del mundo maya, no deja de exhibir las particularidades de un quehacer alfarero expuesto de manera recurrente a expresiones plásticas venidas de otros rumbos de Mesoamérica. El caso de esta interesante pieza de la colección del Museo Amparo no es distinto. Se trata de un intento por reproducir en el barro el aspecto de un templo, a manera de telón de teatro, que sirve de alojamiento a la efigie de una deidad cuyo rostro no puede estar más alejado de los que fueron usuales entre las divinidades del mundo maya.
En el centro del aposento puede descubrirse una cara de facciones toscas y dientes prominentes, adornada por orejeras y por varias filas de plumas. En el cuello, descansando sobre los hombros, aparece un pesado collar de grandes cuentas que remata al frente en un colgante que hace propios los rasgos elementales de un rostro humano. El resto de la composición gira en torno a esta figura esencial. A los lados se descubren dos personajes más pequeños que surgen frente a las jambas de la única puerta, prácticamente como si se hallaran adosados o pegados a ellas. El de la izquierda se encuentra sentado, mientras que el de la derecha se halla de pie.
Arriba, sobre la representación del techo, se organiza un conjunto de figuras —un ave de hermoso plumaje y dos probables felinos– que a ambos lados se encuentran limitadas por figuras humanas que descansan en una suerte de alero del techo. Son estos personajes los que en realidad sirven aquí para determinar la procedencia de la pieza, para hacerla participar de la civilización maya, atendiendo al movimiento del cuerpo y a la presencia de un cordoncillo que surgiendo de la parte alta de la nariz recorre la órbita de ambos ojos. Un elemento simbólico que suele observarse en estelas mayas de las tierras bajas noroccidentales y que parece asociado con la representación de deidades de origen centro mexicano en el área maya.