Culturalmente emparentada con las llamadas Figurillas sonrientes, la gran “escultura” de barro que caracteriza la alfarería del centro de Veracruz pareciera ser un fenómeno artesanal muy localizado y aparentemente exclusivo del Clásico tardío (ca. 600-900 d.C.). Esto no quiere decir que sólo se manifestara en un número reducido de sitios de esta región de la llanura costera del Golfo de México, pero sí parece adquirir particular relevancia en la cuenca del Papaloapan y quizá en áreas limítrofes.
La cabeza de barro que aquí nos ocupa corresponde a un personaje ataviado con orejeras tubulares y un tocado que pese a su grado de destrucción parece mostrar el cabello enredado con cuentas tubulares. El rostro es de expresión severa y en buena parte contribuye a ella el modelado de los ojos donde las pupilas no adquieren la forma circular acostumbrada sino que se sugieren en un juego de claroscuros producido por un modelado en varios planos de la parte blanca del ojo.
Llama poderosamente la atención que la pieza se encuentre absolutamente recocida, que el barro haya adquirido el color y la textura de un ladrillo. No era común en los talleres donde se fabricaban cocerlas a tan altas temperaturas, puesto que el excesivo calor podía fracturarlas y hacer que la superficie se desmoronara con facilidad.
Sin embargo, hay otra posibilidad a la que podemos atribuirle su aspecto actual. Los morteros de tierra cruda usados en los techos de los templos donde se exhibían estas grandes piezas de barro, se fabricaban con una pasta compuesta por tres partes de arcilla y una de arenas finas. En su elaboración se mezclaban abundantes pastos, fibras vegetales, con el mismo propósito que hoy se incluyen en los adobes. El mortero se disponía a manera de acabado sobre un tendido de maderos que descansaban directamente sobre los muros del aposento.
Varios fragmentos recuperados en la cuenca del río Cotaxtla conservan improntas de los morillos revelando la existencia de una antigua estructura de madera que actuaba como soporte de la cubierta de barro. Sus vestigios suelen hallarse completamente recocidos y es por ello que podrían tenerse equivocadamente por ladrillos. Sin embargo, su contexto de aparición suele coincidir con cuartos quemados donde los techos quedaron completamente carbonizados y el mortero de barro se recoció como resultado del intenso calor que se produjo durante el incendio. Esto es algo que sabemos que sucedía con cierta frecuencia en este tipo de construcciones y que afectaba por igual a las esculturas de barro, reduciéndolas a fragmentos y haciendo que sólo aquellas partes de mayor consistencia, como es justamente la cabeza, sobrevivieran a su eventual destrucción.
El asunto es particularmente interesante puesto que nuestra pieza exhibe sobre la frente y a lo largo de la cara una fractura muy visible que se relaciona indudablemente con su sobreexposición al fuego y que de haberse producido durante su fabricación y no como suponemos en un incendio, seguramente habría sido motivo como para declararla inservible y desecharla de inmediato.