La civilización mesoamericana se caracterizó por una profunda división de la sociedad en dos grupos: una clase noble, que realizaba preferentemente tareas religiosas, administrativas y de liderazgo civil y militar, y una clase plebeya que se dedicaba a labores productivas agrícolas y artesanales y que pagaba tributo a la nobleza. Además de esta división fundamental en dos clases, había diversos estamentos a los que se accedía tanto por herencia como por destreza y méritos.
Los bienes suntuarios que se utilizaban tenían la finalidad de expresar o declarar públicamente esas diferencias. Las orejeras eran un marcador de rango muy importante; en general, quien las usaba, debía ser noble o bien un guerrero valiente cuyo estatus era equivalente (y en algunas épocas superior) al de algunos nobles. Pero además había diferencias muy considerables en el tamaño, el material y la calidad en la factura de las orejeras: de esta manera se expresaban las diferencias estamentarias. Dicho de otra forma, un rey o un gran capitán llevaban orejeras muy vistosas de gran valor, mientras que recaudador de impuestos perteneciente a la baja nobleza tenía orejeras más pequeñas y sencillas. Finalmente hay que decir que esta estratificación y su expresión suntuaria deben haber sido muy complejas y detalladas en las grandes ciudades y más elementales en asentamientos más pequeños de comunidades menos estratificadas.
Las orejeras eran piezas grandes, pesadas, capaces de deformar las orejas, como lo confirman los testimonios coloniales. Su peso estiraba el lóbulo de la oreja hacia abajo y sus dimensiones dejaban orificios que no podían volver a cerrar. Como se aprecia en estas piezas, se trata de una especie de carretes, con una parte tubular angosta y una gran aleta que forma un disco. La orejera estaba normalmente formada de dos partes que se embonaban. Como hubiera sido imposible pasar la aleta a través de la perforación de la oreja, lo que se pasaba era el tubo central, mismo que se encontraba del otro lado con el tubo de la parte complementaria. Ambas partes se ajustaban y así quedaba armada la orejera.
Las orejeras de jade eran valiosísimas y las hubo labradas, por ejemplo con diseños de flor, que eran muy estimadas. También hubo orejeras de obsidiana y de cristal de roca. En el Posclásico se usaron incrustaciones de oro y turquesa.
Los artistas y la nobleza de Mesoamérica reconocían y apreciaban mucho el jade, que procedía de los yacimientos del río Motagua, pero también consideraban valiosas otras piedras, particularmente las verdes como la serpentina y la malaquita.