En la pared recta de la vasija de silueta compuesta, la decoración forma una serie de triángulos concéntricos encontrados, motivo muy común en este tipo de cerámica y del cual ignoramos el simbolismo.
La forma del botellón es particularmente elocuente de los contactos que tuvieron los pobladores del Valle de México con las lejanas tierras sudamericanas, a través del Occidente de México. (Ver también piezas 391, 395 y 393, 541 y 1052).
En efecto, esa singular forma del asa de estribo está presente en el mundo andino desde los tiempos muy remotos del tercer milenio antes de nuestra era y perduró en diversas regiones del Ecuador y del Perú hasta la llegada de los españoles. Mientras que en México, su presencia es mucho más limitada en el tiempo y el espacio. Puede considerarse como el testimonio de diversos momentos en que fructiferaron los contactos entre el centro del país y el Occidente, y entre éste y las tierras andinas.
En efecto, en el Occidente, la vasija con asa de estribo está presente en la antigua fase Capacha de Colima, posteriormente, con poca frecuencia en la cerámica Chupícuaro y finalmente fue retomada siglos después por los alfareros del imperio tarasco en los albores de la conquista.
Más allá del Occidente, solamente se ha reportado su presencia en la cultura tlatilca de la fase Manantial del Valle de México y de la cuenca del alto Balsas, en la que confluyeron de modo singular las tres tradiciones: la local, la olmeca y la del Occidente. Así la antigua población del Valle de México y zonas aledañas deja entrever a través de los restos de su cultura material, una gran complejidad en su composición y sus orígenes, así como su inmersión en extensas redes de intercambios de bienes y de ideas.