Resistencias urbanas, entre el escape y la lucha

17 de agosto de 2019. 16:31 h

Si observamos a la ciudad como un espacio donde se desarrolla nuestra vida, podemos iniciar una secuencia de cuestionamientos “básicos”, comenzando por ¿cómo vivimos en la ciudad? Ante una respuesta que puede ser tan fácil como compleja, podemos reconsiderar los planteamientos del espacio público y el espacio privado, que son, en principio, los lugares donde desarrollamos nuestra vida en “libertad”.

La resistencia fue el detonante para estos cuestionamientos por parte de Eduardo Gutiérrez Juárez, Isaac Torres y Manuel Palma Barbosa, quienes se reunieron el jueves 15 de agosto en el Auditorio Arq. Pedro Ramírez Vázquez del Museo Amparo para entablar una charla sobre las Resistencias urbanas, en el marco del Programa Dimes y diretes. El resultado fue un diálogo sobre una dualidad que va entre la solución radical y la decadencia comercial de la que es casi imposible escapar.

Hablar sobre las Resistencias urbanas en nuestro contexto, explican, es hablar de la dualidad entre el gobierno que dispone los espacios a habitar y el orden capitalista de las empresas, que nos ofrece los productos y servicios, siendo en su conjunto la limitante a la libertad. Sin hablar del poder adquisitivo, vivir en la ciudad es en realidad un círculo de consumo y satisfacción.

¿Es posible hacer alguna resistencia en la ciudad?

Resistir, como el sustantivo que superó al verbo desde la Segunda Guerra Mundial con la voz francesa “Vive la résistance”, siempre ha tenido esa connotación guerrillera, mínima y de contracorriente, enmarcada en la lucha social, y en estricto sentido en el choque entre los derechos contra las libertades.

Para Manuel Palma Barbosa, resistir es un acto que se puede medir en la radicalidad de las acciones que en determinado contexto parecen ser las respuestas más simples. El urbanista y la investigadora Ina Vanooteghem, han creado Casita de Barro, un proyecto que inició en el esfuerzo de vivir de forma sustentable y que devino en un proyecto de generación de modelos participativos de educación.

Ubicada en la comunidad de San Jerónimo Tecuanipan, Puebla, Casita de Barro es una iniciativa que surgió para compartir con la población relaciones humanas de convivencia y confianza con el objetivo de disfrutar la vida rural.

De acuerdo con Palma, la comunidad cuenta con un alto grado de emigración, por lo que es un espacio que no aspira a mantener una vida campesina, a pesar de ser la vocación evidente del lugar. Por ello, Casita de Barro propone herramientas para la revalorización de técnicas ancestrales y locales de construcción, de siembra y de educación: “En las escuelas nadie les enseña a los niños a ser campesinos”.

Se trata de una resistencia que busca infundir otros valores a la educación, no sólo de las niñas y niños, sino también de los adultos mayores; para que los primeros descubran que “ser campesino no apesta”, y para los segundos aceptar que tienen algo que enseñar “en respeto con los conocimientos ancestrales”. Una resistencia en la que ser autosuficiente es el primer paso hacia la autonomía a través de prácticas de autoconsumo y la revalorización de lo local.

A las faldas del volcán, Vanooteghem y Palma se encuentran en resistencia también. Alejándose de la ciudad en un intento por salirse del circuito capitalista, que, sin embargo, asoma sus narices en cada evento de “atención” a la comunidad por parte del gobierno.

Ante la pulsante imposibilidad de escape, ni siquiera en la ruralidad, lo urbano emerge como la aceptación del espacio de lo público y lo privado, ambos entre comillas.

Para el artista Isaac Torres, la resistencia es un acto simbólico que en realidad está sumergido en cierta institucionalización. Por un lado, el espacio público, aquel definido como el espacio donde se llevan a cabo las manifestaciones democráticas y de libertad de tránsito, en realidad es un espacio politizado y económico lleno de símbolos de poder, por lo que las manifestaciones de resistencia se diluyen en ese espacio.

Torres hace una comparación entre la Puerta de Brandeburgo en Berlín, y el Ángel de la Independencia en Ciudad de México. La primera, es una glorieta flanqueada por las embajadas de los aliados que se instalaron después de la Segunda Guerra Mundial; mientras que la segunda está rodeada por edificios bancarios y corporativos. Ambos espacios, que están abiertos al público, en realidad son metáforas del funcionamiento de la realidad geopolítica y económica. “El espacio público es una falsa construcción de un lugar donde somos libres de elegir, pero en realidad lo que tenemos para elegir son los bienes de consumo”, señala.

Otro ejemplo es la peatonalización de la calle Madero, planteado como la recuperación de espacios para el peatón y disfrute de las personas, que a la larga se convertiría en un corredor comercial donde los habitantes fueron desplazados.

Ante esa realidad urbana, Torres propone que el espacio público no puede escapar de lo urbano y por lo tanto no puede ir más allá de la mercantilización, es por lo que ahora se debe buscar en incidir en el espacio de la memoria.

La apropiación del espacio público ya no se trata de hacer uso del mismo, sino de subirse a un nivel simbólico del lugar y llegar a un “espacio en la memoria”.

Instalar monumentos civiles como el de los 43 de Ayotzinapa, generar nuevos arraigos, rememorar los procesos cotidianos antes de que ocurran los cambios, “caminar la ciudad, verla desde pie de banqueta y documentarla”, y “estar consciente de las cosas que están en constante cambio”, son formas de resistencia en un espacio público que en realidad es un espacio privado: “No podemos detener la construcción inmobiliaria, pero sí podemos documentar esos cambios”.

Eduardo Gutiérrez Juárez, moderador de esta charla, señala que ante las dos experiencias se puede inferir que “el futuro es el campo”, ya que “la ciudad ya no parece lo que nos prometieron”; sin embargo, la resistencia puede estar en volver a lo básico para “reestructurar nuestra forma de vida”.

¿La resistencia en la ciudad es resistencia? Para Torres, si lo público está al servicio de lo privado, no existe la resistencia en la ciudad. “Los espacios de resistencia que tienen su plataforma, su base en el espacio público, terminan convirtiéndose en propiedad de alguien”, es decir que los particulares se adueñen de las causas, “la calle ya no es de todos y ya no podemos protestar ahí”.

Para Palma, sólo puede pensar en la “Urbanalización” de Francesc Muñoz, en esa maquinaria de estado corporativa que arrasa con las distinciones para homogeneizar el espacio, “todo deviene en la institución”, por lo tanto, no importa cuánto resistas, en algún momento te va a alcanzar.

Sin embargo, conocer, recordar e identificar el espacio por donde transitamos, nos otorga simbólicamente la oportunidad de hacer ciudad: “Caminar la ciudad es un acto de resistencia”.