Entre los siglos IX y X, el Altiplano Central comenzaba a asimilar los cambios provocados por la caída del hegemónico Estado teotihuacano. A razón de ello, varios asentamientos como Xochicalco, Teotenango, Cacaxtla o Cantona consolidaron sus dominios regionales y proyectaron su máximo desarrollo.
A la par de estos sitios y al margen del río Tula, dentro de un paisaje intermontano, la capital de los toltecas comienza a esbozar la potestad que una centuria después será inminente, convirtiéndola en la mítica Tollan, ciudad modelo en el imaginario mesoamericano y que, perdurará hasta el arribo de los ibéricos en el siglo XVI.
Durante los años 850 y 900 d.C., la población estaba asentada sobre una colina, patrón característico del periodo. Definida por los especialistas como Tula Chico, la localidad ostentaba una extensión aproximada de 6 km cuadrados con una orientación norte-sur, en la que se desplantaban edificaciones de índole político, religioso y habitacional.
Es en este marco histórico que aparecen dentro del registro arqueológico, lozas con decoración de líneas rojas ondulantes. Conocida en la bibliografía especializada como Mazapa, su manufactura tiene como antecedente directo al complejo cerámico Coyotlatelco.
Se trata de vasijas vinculadas a las élites, documentadas en contextos domésticos y funerarios. Su influencia alcanzó diversas áreas como la cuenca de México, los valles de Puebla-Tlaxcala y Teotihuacan o el mismo Bajío; a pesar de que en Tula su producción había mermado significativamente hacia el año 1000, lo que indica la vigencia y aceptación en la Mesoamérica central.
Dentro de la colección del Museo Amparo, se encuentran dos piezas en un excelente estado de conservación que son muestra indiscutible del tipo cerámico diagnóstico de Tula y cuya presencia, es un marcador de transición entre el Epiclásico (650-900 d.C.) y el Posclásico Temprano (900-1200 d.C.).
Se trata de dos cajetes modelados de base plana y paredes curvo divergentes, cuyo borde, convergente, se encuentra redondeado. Presenta un engobe café del mismo color que la pasta y un pulimiento a palillo, detallado en la parte interior, mientras que en el exterior el trabajo es moderado.
Sin duda es la decoración el factor más significativo, pues gracias a ella, es que podemos inferir la temporalidad y su posible procedencia. Se trata de un pigmento rojo de origen mineral, colocado previo a la cocción de la loza. La disposición considera la totalidad del borde y una tercera parte de las paredes. En ellas se distinguen una serie de líneas ondulantes que, en ambos casos, se llevaron a cabo de derecha a izquierda.
Debido al homogéneo del trazo que las ornamenta, es posible plantear que su manufactura se realizó a partir de un peine, que era desplazado con un sutil movimiento de abducción y aducción de mano y muñeca. Sin embargo, por el número de líneas que tiene cada una de las piezas (diez para la 290 y ocho en el caso de la 291), se infiere que las herramientas utilizadas tenían diferentes cantidades de cerdas.
Finalmente, la aparición de marcas negras a manera de ahumado, presente de manera disímil en el interior y exterior de los cajetes, nos remite al concepto de cocción diferencial, categorización que, entre otras cosas, evidencia el uso de hornos abiertos o poco controlados.